Dra. Amanda Céspedes
Chile lleva ya más de una década buscando afrontar la multiplicidad de desafíos que impone el actual siglo a la educación escolar, a través de invitar a los diversos actores a pensar en un nuevo modelo educativo que responda de modo efectivo a tales desafíos.
Durante la primera década de este siglo se puso el énfasis en la necesidad de preparar a los niños para moverse con soltura y creatividad en un futuro incierto. Se afirmaba que el gran desafío de la educación era darles los necesarios conocimientos para acceder a un mundo laboral caracterizado por profesiones y oficios aún no creados, pero que tendrían un denominador común: la tecnología avanzada de la mano de la investigación e innovación científica, que daría origen a decenas de profesiones en el ámbito digital, entre ellas un nuevo perfil de docente de aula, un “docente de aula virtual”. A medida que se acercaba el 2020 en muchos países las escuelas iban creando nuevas disciplinas, con énfasis por supuesto en las tecnologías, pensamiento computacional, educación financiera, además de adoptar metodologías que fomentaran el trabajo colaborativo, la creatividad y el pensamiento crítico y la efectividad en el dominio de las ciencias y las matemáticas articuladas en torno a las tecnologías digitales.
Este era el panorama en Chile y otros países cuando sucedió algo inesperado, impensable, al modo de una película de ciencia ficción: la llegada de una epidemia viral de alcance planetario, vale decir, una pandemia, provocando un cambio radical en las vidas de las personas. Más allá de las numerosas y variadas instancias de reflexión a las que la sociedad se vio obligada a abrirse, hay dos que es menester destacar, porque ambas están indisolublemente relacionadas y porque nos obligan nuevamente a un cambio de mirada en los modos de enfrentar los desafíos educativos que creíamos tener ya definidos y en marcha. Una de ellas es que el concepto de “futuro incierto”, que dominó la búsqueda de innovaciones en el plano educacional, era una falacia. La otra, que decanta de la primera, es que centrar la innovación educativa solo en dotar a los que hoy son niños de herramientas tecnológicas de avanzada para moverse en un mundo en permanente transformación es extremadamente peligroso, porque solo el dominio creativo de la tecnología no va a permitir a los adultos del mañana contar con herramientas para reconstruir la sociedad a escala humana. Si nos mantenemos en esta especie de culto al dios digital, caminaremos hacia una deshumanización inevitable.
El futuro no es incierto. El futuro (vale decir, lo que viene desde el 2021 hasta que termine el milenio) es el resultado de lo que la humanidad ha venido haciendo desde hace ya mucho tiempo pero que se aceleró con la revolución industrial: una sistemática destrucción de la casa planetaria, una incapacidad para enfrentar y superar el hambre, la pobreza y las enfermedades a través de cambios radicales en el manejo de las economías, la crisis de la democracia, etc. En otras palabras, quienes hoy son niños no van a vivir cuando adultos en un mundo nuevo, desconocido y desafiante; van a vivir en un mundo que lleva consigo la herencia de nuestras propias e irresponsables acciones. La crisis del agua, el agotamiento de los recursos marinos, la deforestación y decenas de otros fenómenos que hoy nos sorprenden son el resultado esperable de una ecuación profundamente egoísta cuyo resultado es la deshumanización.
Si aceptamos que los adultos del mañana, que hoy estamos formando a través de una concepción estrecha del concepto de educación, tendrán como tarea iniciar la construcción de una nueva sociedad, entonces las modificaciones del currículo y la adopción de nuevas metodologías deberán ser radicales; la formación docente no podrá limitarse a dotarlos del dominio de las TICs y de un conocimiento avanzado en materias científicas y matemáticas; se va a requerir dotar al currículo y a los docentes de herramientas para fortalecer en cada niño esa fuerza ancestral que todos poseemos porque está escrita en nuestros genes pero que la sociedad actual se ha encargado de sofocar: la resiliencia, vale decir, la fuerza para hacer frente a las adversidades sin caer abatidos. El futuro no es incierto, porque lo conocemos. Es el resultado inevitable de lo que hemos construido por muchos años. Pero sí el futuro cierto estará lleno de incertidumbre, vale decir, de fenómenos nuevos y temibles, que van a poner a prueba no solo la creatividad y el conocimiento, sino que van a desafiar a esa compleja dimensión humana que es la capacidad de salir vivo y transformado de una calamidad planetaria. La pandemia nos dice que ya estamos en el futuro, y nos invita a tomar hoy un nuevo rumbo en los cambios que el país intenta implantar en educación, un rumbo que equilibre el pragmatismo tecnológico con acciones concretas para reconstruir la sociedad a escala humana.