El lenguaje es un elemento poderoso en las interacciones en contextos sociales. En las últimas décadas el lenguaje del odio, del desprecio y de la discriminación ha adquirido en Chile un poder creciente, abarcando la raza, la etnia, las minorías, los grupos religiosos, el género, la edad, las ideologías, etc. tomando agresivamente el lugar de la argumentación y del debate. Su poder es nefasto, porque divide, crea o profundiza antagonismos, invita a pasar de las palabras a la agresión y porque tiene la capacidad de desplazar los sentimientos y acciones de cooperación y el buen trato, colocando en el centro de las interacciones la hostilidad, el desprecio, la división y el debilitamiento de la dignidad humana. Detrás del lenguaje de desprecio solo se vislumbra deshumanización. El lenguaje del odio nos degrada como seres humanos y se hermana con tantas otras manifestaciones de vulneración que vemos a diario en Chile. Pero es un contrasentido luchar contra la vulneración esgrimiendo el lenguaje del odio.
Este pernicioso lenguaje está prendiendo como pólvora en nuestros niños y adolescentes, y es preciso detenerlo ahora. Para ello somos los adultos, y muy especialmente quienes nos autoproclamamos “educadores”, quienes debemos ser los llamados a dar el ejemplo. Padres, abuelos, cuidadores, docentes, educadoras de párvulos, asistentes y técnicos de la educación, profesionales de apoyo a la educación, directivos, etc.etc., tenemos la obligación de aprovechar las lecciones de la vida para reflexionar y disponernos a un cambio en nosotros mismos. Lo ocurrido con la Ministro de Educación en un escenario tan particular como un camposanto es una lección que debe invitarnos a la lucidez y a la voluntad de cambio. Digamos decididamente NO al lenguaje del odio. De lo contrario, nuestras palabras serán vacías de sentido y de propósito.
AMANDA CÉSPEDES
25 Junio 2019